Se colocó las gafas de sol, temiendo que la fría luz de los vagones del Metro la despertara de su ensueño.
Se sentó en los asientos reservados para “personas especiales”, como si fuera consciente de que lo era. Me senté frente a ella y la observé.
Olvidó los poemas que recitaba en los andenes y entabló un duelo entre recuerdos y opiniones.
“Ah, la Magnani… qué buena actriz…y qué fuerza… Esa sí que era una mujer de armas tomar y no la menganita… (Aquí nombró a la esposa de un político local)”
Cabeceaba y reía pícara imaginando vete a saber qué.
Los niños la escuchaban fascinados. Algunas almas simples la observaban con rechazo, y se alejaban de aquella mujer extraña que hablaba sola.
En un momento nos miró con sorpresa, como si acabara de descubrirnos, y entonces dijo con un deje de ironía:
“Que importa si me llaman loca… Que me encierren en un manicomio… si quieren… Lo prefiero, antes que un hombre no me saque a bailar”
Se meció con nostalgia del algún bailarín amado.
Descolgué la cámara de fotos del cuello. La coloqué sobre mis rodillas para compensar la falta de luz y el movimiento del vagón. Dos únicos disparos.
No quería olvidar a aquella Magnani rubia, que vagaba por los andenes del Metro embrujando a su soledad con versos y soñando con un hombre que la sacara a bailar de nuevo.