Antes de abandonar mi cuerpo tuve que morirme, claro. No fue una muerte ni dramática ni épica, os lo aseguro. Mi muerte se debió a un cúmulo de casualidades:
Sentada en la banqueta, desnuda y sola, empecé a morirme.
Lo último que vi entre mis dedos arrugados por el largo remojo fue un pececillo de nácar dando bocanadas tan asustado como yo.
-Sálvate- le dije - Salta por la ventana - Detrás de los abedules está el río.
Cuando abandoné mi cuerpo no vi la famosa luz, sino un barreño de zinc con el pececillo de nácar a salvo deslizándose alocado por la pendiente que conducía al río.
Fue una muerte dulce, aunque me pilló por sorpresa. No tenía previsto morirme con cinco años.
Se ve que lo mayores tampoco estaban para lutos y demás parafernalias mortuorias, así que me trajeron de vuelta a la cocina, insistiendo en que mi pez de nácar era una pastilla de jabón.
Bah pensé, ya instalada en la cama con un estetoscopio helado reptando por mi pecho como un cazador furtivo, qué aburridos, siempre encuentran la manera de estropear mis mejores momentos. Y, pese a ello..., me dispuse a seguir viviendo.